Bitacora de vuelo, bitacora de vida.

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viernes, 6 de agosto de 2010

El libro que JEP se llevaría a la tumba

José Emilio Pacheco, el Premio Cervantes de Literatura 2009, ha dicho que posee tres ejemplares de Piedra de Sol y que al morir quisiera ser enterrado con uno de ellos. Celebrar un poema es celebrar al idioma mismo. Y siempre es oportuno acercarse a un poema inmenso e intenso como Piedra de sol, de Octavio Paz.

En su poema Árbol Adentro (“Creció en mi frente un árbol./(…) Allá adentro, en mi frente el árbol habla./ Acércate, ¿lo oyes?”), Octavio Paz marca la ruta de su pensamiento poético: el instante genésico está en la naturaleza. Parafraseando a Pascal: “El hombre no es sino un bambú, el más débil de la naturaleza; pero es bambú que piensa”. La poesía nos defiende de lo más humano que poseemos: la temporalidad. La poesía perpetúa el instante (“el presente es perpetuo”), lo vuelve prolongación y no origen de partida sino de reiteración. “Lo que pasa en un poema está pasando siempre.”


“Todo se comunica y transfigura/ arco de sangre, cuerpo de latidos/ llévame al otro lado de la noche”, dice Paz en estos versos intensos de Piedra de Sol, y nos abre la mirada a lo plural en donde, a la manera cubista, todo parece entreverado simultáneamente. Poema bañado con sangre de Cronos, Piedra de Sol es un frontera sucesiva del tiempo: “Piso días, (…) piso los pensamientos de mi sombra/ piso mi sombra en busca de un instante”, escribe Paz.


El tiempo se mide en años, horas, segundos, y es el pulso del movimiento de los cuerpos. ¿Cuál es, entonces, el tiempo del poema? El tiempo interior, el del misterio, de la resignación. Piedra de Sol es un extenso poema escrito en endecasílabos, consistente en 584 versos y que lleva un epígrafe de uno de los sonetos de Las Quimeras, de Gerard de Nerval. Piedra de Sol es un poema con fuerte carga surrealista tanto en sus poderosas imágenes, inquietantes como la idea del grupo de Breton de incorporar lo antiguo a lo presente; de allí que Octavio Paz, con singular hálito verbal, trueque en contemporáneas las culturas prehispánicas y occidentales, transfigurándolas en presencias vivas.


Pero también Piedra de Sol es un poema de amor. Ya Paz había apuntado, en su libro La Llama Doble, que “el amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes.”


Paz se adhería, así, a Freud quien hablaba de que eran los poetas los descubridores del inconsciente. Porque la poesía, y Piedra de Sol es poesía, proyecta finalmente, al leerla, nuestra propia sombra. En una época dura, absurda y, a pesar de ello, con atisbos de esperanzas, ¿para qué sirve leer poesía?


Ciertamente, la poesía no detiene –ni ha detenido- la violencia ni la miseria en el mundo. Pero si la literatura no existiera, nos condenaríamos, seguramente, al fin de la premisa humana: la palabra, porque por ella entendemos al mundo, a pesar de sus muchas contradicciones y sombras.


El poema Piedra de Sol no resuelve nada del mundo exterior; su ámbito de acción está en el espacio interior, en la subjetividad poniéndonos, así, ante la evidencia per se inobjetable: somos seres hechos de tiempo, de palabras, de sombras, de polvo…
Juan Jose Gonzáles Mejía


sábado, 10 de julio de 2010

Años fantasmas



El tiempo es sangre, piel y memoria. La brizna rota delata una huida, una estampida hacia ninguna parte. Tampico, monstruo de miles de ojos, agitas sus manos olorosas a salitre.
No son estos años los que he querido vivir. Me he conformado con ver tormentas que no provoqué. Hasta el suelo que piso no es mío, En las manos se me durmieron los más negros jacintos. Los sueños se petrificaron cuando quise arrancarles un pétalo de cristal. La espada del valiente no fue fabricada para mí. Quizá me equivoqué de mundo o de cuerpo.

El tiempo nos odia, no golpea, nos envejece, nos deja tirados en la carreta de la edad. ¿Qué hacer? Contar es un viaje al silencio. Entre palabra y silencio un ahogo nos asalta: es lo contado. Al abrir los ojos constato lo temporal, a ojos cerrados son inmortal. La noche sangra. Alzo la vista, lágrimas de luz caen, forman arroyos y van hacia algún sueño.
Gritar en la multitud o en la página en blanco da lo mismo: el dolor persiste. Cesare Pavese apunta en su diario, El Oficio de Vivir, esto sobre el dolor: “El dolor no es en modo alguno un privilegio, un signo de nobleza, un recuerdo de Dios. El dolor es algo bestial y feroz, trivial y gratuito, natural como el aire. Es impalpable., escapa a todo aferramiento y a toda lucha; vive en el tiempo, es lo mismo que el tiempo; si tiene sobresaltos y lanza gritos, sólo es para dejar más indefenso a quien sufre en los instantes sucesivos, en los largos instantes en que volvemos a saborear el desgarramiento pasado y esperamos el siguiente. Estos sobresaltos y estremecimientos no son el dolor propiamente dicho, son instantes de vitalidad inventados por los nervios para hacernos sentir la duración del dolor verdadero, la duración tediosa, exasperante, infinita del tiempo-dolor.”

“Quien sufre se mantiene siempre en estado de espera: espera del estremecimiento y espera del nuevo estremecimiento. Llega el momento en que se prefiere la crisis del alarido a su espera. Llega el momento en que gritamos sin necesidad con tal de romper la corriente del tiempo, con tal de sentir que ocurre algo, que la duración eterna del dolor atroz se ha interrumpido un instante, aunque más no sea para intensificarse.”

A veces nos asalta la sospecha de que la muerte –el infierno- será aún el afluir de un dolor sin estremecimientos, sin voz, sin instantes, tiempo absoluto y eternidad absoluta, incesante como el fluir de la sangre por un cuerpo que nunca morirá. ¡La fuerza de la indiferencia! … permitió a las piedras perdurar sin cambio millones de años.”


Me abro, me cierro, es fuerte el dolor. ¿Dónde me apoyo? Los días pasan uniformes. El ayer no me dice nada. Me caigo a pedazos, despierto incompleto, me faltan miembros, elementos de la memoria, Me pesa, me duele el cuerpo, no son los años: es mi alma.
Las cosas se dicen como son, con los tonos y significados primigenios. No hay que lavar en aguas prístinas a la idea. La idea, de origen viene sucia, impregnada de ansia, de deseos de existencia, de perpetuación.
¿Qué habrá más allá de los abedules que cubren esta ventana? Las fugas son de los ansiosos, yo no tengo mapas ni doncellas que rescatar. Nunca tendré voluntad de mirmidón. El mar me lo tragué hace muchos años. Marinero, como mi padre, no aprendo que cada quien tiene su ración de olas.
Si salir significa ¿qué hago con tantas sombras, séquito en mi reino de ausencias? Años fantasmas, ruina moral: vida que se oculta en el himen de la noche más remota. Miro mis manos, en la eternidad un adiós continuo. La luz es líquida. Mi voz es agua. La edad, lo sé, es una lluvia persistente que me persigue a todos lados…


Juan Jose Gonzáles Mejía