Sus padres, sabedores del castigo, le dijeron que era una virtud, que recordar es vivir y lo enseñaron a vivir de los recuerdos. Les dio resultado, se volvió brillante en la escuela, vivía los días intensamente recordándolo todo, hasta llegó a ganar dinero por ordenar y escribir los recuerdos y sus padres estaban orgullosos.
Pero el niño se hizo hombre y los recuerdos pesados. Empezaron a mezclarse los significados, nada estaba claro. Comenzó a darse cuenta de que dos recuerdos podían significar una misma cosa y que muchísimas cosas acaso podían ser un solo recuerdo. La vida comenzó a matarlo porque el hombre no podía olvidar nada.
Intentó poner su mente en blanco, aprendió meditación con tal de olvidar por unos cuantos segundos. Estudió la composición del cerebro y la psique humana mas nada valió. Cerraba sus ojos fuertemente, tapaba con sus manos las orejas para no tener que recordar algo más pero era imposible. En la oscuridad de sus ojos desfilaban todos esos recuerdos, las personas, los dichos, las miradas, los pasos que había dado y se le aglutinaba todo en su pecho. Ahí estaba el miserable ya sin rumbo, adicto a la vida; cómo hubiera deseado no haber entendido nunca nada y respirar el aire del olvido.
El hombre moriría de una congestión de recuerdos.
Faeton G. Echevarria
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